miércoles, 29 de julio de 2009

Un país mejor

Poniendo al día la pila de papeles que están sobre mi escritorio, me encontré con una parte de mí. Aquella parte que emerge de vez en cuando para mostrarme el camino y enseñarme a dejar huella.
El primer post propiamente dicho que subí a este blog fue uno dedicado a la comunidad de Pueblos Unidos, asentamiento que el año 2007 se constituyó en la primera comunidad del Movimiento Sin Tierra reconocida oficialmente por el Estado boliviano.
Cuando llegué allí, el asentamiento estaba de fiesta, pues iba a recibir sus títulos de propiedad. Llegamos al amanecer y cruzamos el río que se ve en esta foto, mucho más crecido pues era época de lluvias.
Una vez más me sorprendió cómo la gente puede ser feliz a pesar de la pobreza. En aquel lugar, donde no había electricidad, agua, ni caminos de acceso, mis hermanos emocionados preparaban el recibimiento al Presidente.
Evo llegó en helicóptero, mientras nosotros pasamos el río en una estrecha barquita. Allí se había instalado todo un campamento. Decenas de personas habían acudido a vender víveres y refrescos. Una pequeña chocita tenía una cruz roja y era el improvisado puesto sanitario.
En medio del acto, la señora que fue a vender ropa usada intentó desesperada subir a la tarima donde estaba el Presidente.
Vimos que lloraba desconsoladamente y cuando nos acercamos nos contó que su hijo había ido a bañarse al río, pero desapareció.
Corrimos todos a la orilla, pero los comunarios miraban compasivos a la madre. Cuando les increpé que ayudaran, que entraran al río a buscar al joven, me informaron que eso era imposible, porque en aquel río había pirañas.
Imagínense lo que fue volver a cruzar aquel río en la diminuta barca, encomendando mi alma y rogando porque mis hijos fueran protegidos si yo era el próximo banquete de los peces asesinos.
Hoy me encontré con un artículo de El Deber que evalúa la experiencia dos años después. Fue bello comprobar que el tiempo no había roto la ilusión ni la alegría. Que esos compañeros seguían en su empeño y se habían convertido en una comunidad agrícola modelo, que avanza aunque no tiene maestros ni médicos.
“Pueblos Unidos se encuentra con una intensa actividad agroproductiva. Un tractor flamante, de gran envergadura, tiraba una sembradora de 20 discos. Sembraron 250 hectáreas de frejol. El Banco de Desarrollo Productivo les dio un crédito para la compra de maquinaria y Emapa financió semilla para que cultiven arroz y soya”, dice el artículo.
“La palabra de Evo Morales todavía no se ha cumplido. Les prometió una escuela, un centro de salud, viviendas y mejoramiento de vías camineras”, añade el reportaje.
Evo todavía no cumplió en Pueblos Unidos, pero mis emesetés sí hicieron su parte y desinteresadamente, estoy segura. Con su esfuerzo y empeño, hoy Bolivia es un país un poquito mejor.

martes, 14 de julio de 2009

¡Qué ganas!

Qué ganas de gritarle Hijo de puta. Qué ganas de saber si trajo su testamento bajo el brazo. Qué ganas de agarrarlo del cuello y zarandearlo hasta que me diga dónde está Marcelo! Qué ganas de llorar, llorar y llorar. De mirarlo a los ojos y preguntar cómo un ser humano pudo hacer tanto daño, matar impunemente, asesinar, perseguir y torturar a nuestros hermanos!


Y también qué pena, pena porque la vida siempre nos gana, ella se cobra sola nuestras deudas. Lo que aquí se hizo aquí se paga, no hay más. Mirarlo de frente, ahí cerquita, y entender que soy testigo privilegiado de la historia. Que mi espíritu y el respeto por mis hijos me obliga a callar. A no recriminar. A encargarme de que no sea expuesto como un cordero, a respetar su dignidad, a pesar de todo. A darle un trato digno, "aquel que él no dio a las personas a las que asesinó".



Lo miro frente a mí acabado. El busca los ojos de alguien, extraviado y enfermo. Yo sólo atino a pasarle la cámara al Caballero y, por un segundo, apenas uno, me encuentro en sus ojos. Desvío la mirada, porque, a veces, el desprecio no se puede ocultar. Cierro los ojos y me imagino a mi padre, cubierto por una frazada con la que los paramilitares intentan ocultar que se encuentra ensangrentado. Como una ráfaga pasa por mi mente la fría madrugada en que mi padre vino a mi casa y me rodeó en un abrazo con las dos muñecas esposadas. Veo sus lágrimas y recuerdo las mías. Recuerdo el miedo de mi madre. El miedo a quedarse viuda, el miedo de no saber a ciencia cierta si volveríamos a ver a ese hombre que, desde entonces, fue un gigante para mí.
Pasó un año hasta el reencuentro, un año fugaz que disfrutamos poco porque el destino nos deparaba el adiós definitivo.
Hoy miro a mis hijos y agradezco a la vida el haberles dado la oportunidad de tener un padre. De jugar con él y recordarlo diciéndoles "sapos", "amorozosos" con sus ojos enternecidos. La ausencia que tuve yo se la debo a ellos, a los paramilitares. Una ausencia parca, fría, espeluznante. Mi padre, Marcelo, Luis Espinal y muchos otros no tuvieron el privilegio de la vida. Ellos están muertos, Arce Gómez no.