viernes, 30 de septiembre de 2011

Manifiesto


Déjeme decirle que usted tiene razón cuando reclama por la información no confirmada difundida por algunos medios de comunicación. Imagínese lo que fue para mí despertarme a las siete de la mañana y recibir la noticia de que los policías habían matado a un bebé en la salvaje represión que ejercitaron en contra de los indígenas.
Y, mientras esa información o la de otros fallecidos y desaparecidos no se confirmen, le concedo el beneficio de la duda, pero le aclaro que mi indignación no ha disminuido un ápice. Ni siquiera con la salida de su gabinete del ineficiente Sacha Llorenti que, como usted mismo reconoce, se mantuvo en el cargo gracias a su actitud obsecuente.
Yo no soy obsecuente y quizá ni lo recuerde, pero colaboré denodadamente con su gobierno. Ni mi vida ni mi status social han cambiado desde entonces. Sigo ganándome el pan, todos los días, como el resto de la gente. Y como mujer, como periodista y como trabajadora que dedicó gran parte de su vida a la defensa de los derechos indígenas, le digo con toda claridad que   usted nos traicionó. A todos los que luchamos honestamente por este proceso de cambio y que no nos imaginamos jamás participar de una masiva marcha de protesta en contra suya, gritándole "no se matan niños, carajo". Nos traicionó cuando nos obligó a compartir la indignación con señoras de buzo y manicure, peinadas en peluquería, que aprovecharon la oportunidad para destilar el odio racista que le tienen. Cuando nos encontramos con los nuevos "ecologistas" - cara conocidas - que hoy se rasgan las vestiduras cuando hasta ayer les importaban un sorete la Madre Tierra y los indígenas. En fin, cuando nos obligó a tragarnos el sapo de "Evo, decías que todo cambiaría…Mentira, mentira, la misma porquería".
Porque, más allá de la información no confirmada, nuestros ojos veían, inflamados en llanto impotente, cómo se arrastraba a mujeres amordazadas; cómo se apaleaba a jóvenes indígenas, cómo se golpeaba a dirigentes. Cómo varios niños lloraban refugiados en una casa, sin saber dónde estaban sus padres.
Nadie inventó toda esa barbarie, está ahí, en nuestra retina, atenazándonos el corazón a cada rato. Eso no se hace.
Quisiera imaginármelo en la soledad de su conciencia. Hasta aseguraría que lloró como yo, que sintió la misma rabia, que golpeó la mesa y pateó las patas de su catre, como yo. Quisiera pensar, por un momento, que usted no sabía nada. Que nunca ordenó esa salvajada. Le hubiera creído si, en lugar de esa actitud prepotente que vi en la televisión, usted hubiera echado a todo su gabinete por contrarrevolucionario; si se hubiera apersonado en la marcha a pedir disculpas de cara al sol, sinceramente; si hubiera anunciado que se buscará otro tramo para la carretera que usted tanto quiere.
Es que, me va a disculpar, todavía me queda algo de inocencia y me cuesta entender que los traidores no lloran.




 Por favor, el último en irse, que apague la luz. 
(Gracias por las fotos a La Mala Palabra)

martes, 13 de septiembre de 2011

Instrucciones para mi funeral


Durante el almuerzo y tomando algunas lágrimas junto con nuestras Coca Colas, mi mamá y yo estábamos viendo la responso fúnebre de Felipe Camiroaga, mi guapo conductor de televisión chilena, que murió el 2 de septiembre en un accidente aéreo.
La misa fue tan bella que llegó a conmoverme y me puse a pensar que me gustaría que mi velorio fuera igual. Con el fondo musical de Angel para un final, de Silvio, una decena de fotografías mostraban en un ecram las facetas más felices de Felipe.
Dos de sus amigos más cercanos hablaron de él y lo recordaron como lo que era: un hombre bueno y noble a pesar de su fama y popularidad.
En ese momento entró mi hijo y yo le dije –sin pensarlo nada, en realidad- “así quiero que me entierres, pero en lugar de escuchar Angel para un final, vas a poner La chica de Ipanema, y flores blancas en un lugar al aire libre …y no me vas a cremar, porque no quiero romper el ciclo de la vida y así enterita, quiero escucharte decir que yo amaba a mi Chapare y que fui una periodista de vocación…”, de pronto mi hijo vino a abrazarme y rompió en llanto. Recién me percaté de que, por primera vez y de manera brutal, lo acerqué a la certeza de que algún día su mamá iba a morir. Le pedí disculpas y también le dije que era bueno hablar de esas cosas de vez en cuando. Que estaba bien que él supiera cómo yo quería morir.
Intenté mejorarle el ánimo, haciendo algunas bromas fuera de lugar, pero el tema quedó rondando en mi cabeza. Pensé que Felipe murió como vivió: bien. “Sin daños colaterales”, dijo el cura, “dejando de ser nuestro para convertirse en el Felipe de Chile”, dijo su hermana; “siendo un hombre hidalgo”, dijo su mejor amigo.
Yo quiero morir así. Sin rencores, sirviendo a mi país desde el periodismo, recordando siempre que esta profesión está hecha para seres de carne y hueso. Sin mayores ambiciones ni posesiones y dejando en mis hijos la lección de que uno siempre debe luchar por lo que sueña y mantenerse fiel a su esencia, a lo que es y a lo que podría ser si se esforzara por ser mejor.
“Felipe sabía vivir solo y eso es un don”, dijo la hermana del conductor. Yo también sabía, pero se me olvidó.
Pensé que es necesario comenzar ahora. Dejar de renegar por nimiedades. Dejar de esperar lo que nunca me será dado. Renunciar a exigir que cambie lo que no puede cambiar. Construir recuerdos felices para mis hijos y hacer lo que quiero, como quiero y libre.
Y me he dado cuenta de que no tengo por qué aguantar desplantes, que me merezco un trato mejor. Soy más importante que un trabajo. Mis hijos son más importantes que un trabajo.
Nací para sonreír cada mañana, al despertar, para disfrutar un buen baño, una buena película, una buena lectura.  Para viajar de vez en cuando y  oler la hierba. Para sentirme bien cuando pose para los autorretratos que mostrarán mis facetas felices el día de mi entierro.
Así que decidí cambiar de cuarto, limpiar mi casa, poner inciensos, llamar a mis amigos. Evitar preguntar para no recibir las respuestas torpes que tanto me lastiman. Alejarme sin voltear, con calma y con paciencia. Aceptar que toqué fondo y que nada de lo que haga cambiará lo que actualmente hay.
Y tras esa reflexión, desapareció la desconfianza y la rabia, dejé de asombrarme. Hasta me reconcilié conmigo y con mi música, me di cuenta de que para mí ya no queda nada y que llegó el momento de dar, dar a mis hijos, a mi madre, a mis amigos, a los demás.
Porque en realidad, lo importante no es saber cómo quieres morir, sino cómo quieres vivir. 
Y ahora vuelvo a editar, que me esperan cinco páginas haciendo cola.