Sorprenden las formas en que los grandes amores se expresan.
Hace nueve años, doña Guadalupe Gorveña tuvo que acostumbrarse a la ausencia
física de su esposo, José Luis Flores, fallecido de manera intempestiva. Hoy,
bajo el sol abrasador del mediodía paceño, doña Guadalupe puso una corona de
flores al cráneo de su esposo, acomodado en una urna que fue llevada al
Cementerio para conmemorar la festividad de las Ñatitas, que se celebra cada 8
de noviembre en La Paz.
Llevaban 33 años casados. Después de los ajetreos del
velorio, enterró los restos de su marido en el Cementerio de Las Flores, en la
zona de Callapa. No se imaginaba entonces que el gran deslizamiento que el año
2011 destruyó buena parte de la ladera
este de La Paz, iba llevarse tras de sí al cementerio y a todos sus muertos.
Tras mucho escarbar, doña Guadalupe encontró el cuerpo de su
esposo pero decidió quedarse con el cráneo, con la “ñatita”. “Lo hice porque
así lo quisimos siempre. Él fue mi marido 33 años, yo lo quiero harto, él me
acompaña, me advierte de los peligros, me cuida. No sé qué habrá sido de su
cuerpo, supongo que habrá sido cremado
junto con los demás restos que la Alcaldía sacó del Cementerio de Las Flores,
pero con su ñatita en mi casa me siento feliz y tranquila”, relata esta mujer.
No es la única que comparte sus días con el cráneo de algún
ser querido en su casa.
Esta costumbre, que escandaliza a la Iglesia Católica, está
muy arraigada en el mundo andino, donde la vida y la muerte se confunden, donde
el amor trasciende a la presencia física. Para los sacerdotes, en cambio, uno
muere y permanecerá muerto hasta el Apocalipsis, cuando sólo los justos
resucitarán.
Dionisio Mayta Estrada es un amauta aymara que diariamente
hace trabajos para alejar a la envidia y cambiar la suerte de quienes acuden a
consultarle. Su principal ayudante es Carmelo Mayta Llanquechoque, que lo
acompaña siempre diciéndole en sueños cómo ayudar mejor a las personas. Su
cráneo también era agasajado en el Cementerio.
Gente de todos los estratos sociales acudió al campo santo.
Hasta un equipo de fotógrafos españoles que prometían una foto gratis a las
personas que accedieran a posar junto a su ñatita estuvieron allí, saboreando
por anticipado el éxito que tendrá en Europa una exposición colectiva de
decenas de hombres y mujeres que posaron portando una calavera entre las manos.
Orquestas, mariachis, bandas y conjuntos musicales dieron un
clima festivo para los cráneos adornados con coronas de flores de colores y un
cartel que los identifica con su nombre de pila.
Reina, una niña de unos cinco años, se agazapó en la tumba
de la abuela de María Elena. Apenas llegó a su nuevo hogar, la niña apareció en
los sueños de María y le informó que se llamaba Reina. Desde entonces, cada año,
esta joven lleva a su ñatita al Cementerio el 8 de noviembre, para revivir la
fiesta por la que la cultura andina ratifica su decisión de convivir con los
muertos o ajayus.
Marcelo Fernández, delegado municipal de Interculturalidad,
afirma que ésta es una costumbre que sobrevivió a la fuerza colonial que
intentó arrancarla de cuajo del imaginario indígena. “La fiesta de las ñatitas
es la muestra de la lucha contra los procesos coloniales y contra la modernidad
individualista”, dice el funcionario, esa modernidad que nos hace olvidar que
sólo muere quien se queda en el olvido.