lunes, 22 de noviembre de 2010

BELLA

Eran las diez de la noche de un día de fines de septiembre y yo me encontraba viendo esta película. La sonrisa me era familiar, como lo ratificará mi compañera de andanzas, de siempre, de vida: Sil, pero no podía decir a quién me recordaba, quizá porque me faltaba claridad, pues estaba ardiendo en fiebre por aquella bronquitis que hoy se tornó crónica.
Pero ella eligió despedirse así de mí, dejándome el recuerdo de la juventud de su alma, dejándome una estampa de lo bella que fue Bella, dejandome una huella de sus vivaces ojos y aquella sonrisa franca con la que me deleitó al reírse de las travesuras en las que me involucré con su hija.
Terminó la película y, mientras Bella se iba de este mundo y su hija, la hermana que no tuve, me llamaba por teléfono sin lograr comunicarse conmigo, yo me internaba en un profundo sueño, atiborrada de medicamentos antipiréticos y sin poder llenar mis pulmones de oxígeno.
Hoy encontré a Marcelo, el compañero de Bella y el padre de Sil. Bromista como siempre, hizo como que me empujaba y yo, imbuida en otro delirio, no febril sino cotidiano, me volteé a gritarle cuatro frescas a quien osaba chocarme con tanta fuerza, como si fuera yo la única persona en el mundo autorizada para andar como una autómata por la calle. Nos reímos como locos y prometimos encontrarnos pronto, para tomar un café. Luego cada uno tomó su rumbo.
Un segundo después de que nos despedimos, Abril me miró a la cara y me preguntó por qué lloraba. Volteó y miró a Marcelo, que terminaba de guardar el pañuelo en el bolsillo.
En medio del silencio, todos comprendimos. Bella se ha ido. En un segundo, Marcelo y yo nos encontramos en un lugar común. Un lugar que requiere mi presencia de manera frecuente en el último tiempo, un lugar que se llama dolor.

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