martes, 13 de septiembre de 2011

Instrucciones para mi funeral


Durante el almuerzo y tomando algunas lágrimas junto con nuestras Coca Colas, mi mamá y yo estábamos viendo la responso fúnebre de Felipe Camiroaga, mi guapo conductor de televisión chilena, que murió el 2 de septiembre en un accidente aéreo.
La misa fue tan bella que llegó a conmoverme y me puse a pensar que me gustaría que mi velorio fuera igual. Con el fondo musical de Angel para un final, de Silvio, una decena de fotografías mostraban en un ecram las facetas más felices de Felipe.
Dos de sus amigos más cercanos hablaron de él y lo recordaron como lo que era: un hombre bueno y noble a pesar de su fama y popularidad.
En ese momento entró mi hijo y yo le dije –sin pensarlo nada, en realidad- “así quiero que me entierres, pero en lugar de escuchar Angel para un final, vas a poner La chica de Ipanema, y flores blancas en un lugar al aire libre …y no me vas a cremar, porque no quiero romper el ciclo de la vida y así enterita, quiero escucharte decir que yo amaba a mi Chapare y que fui una periodista de vocación…”, de pronto mi hijo vino a abrazarme y rompió en llanto. Recién me percaté de que, por primera vez y de manera brutal, lo acerqué a la certeza de que algún día su mamá iba a morir. Le pedí disculpas y también le dije que era bueno hablar de esas cosas de vez en cuando. Que estaba bien que él supiera cómo yo quería morir.
Intenté mejorarle el ánimo, haciendo algunas bromas fuera de lugar, pero el tema quedó rondando en mi cabeza. Pensé que Felipe murió como vivió: bien. “Sin daños colaterales”, dijo el cura, “dejando de ser nuestro para convertirse en el Felipe de Chile”, dijo su hermana; “siendo un hombre hidalgo”, dijo su mejor amigo.
Yo quiero morir así. Sin rencores, sirviendo a mi país desde el periodismo, recordando siempre que esta profesión está hecha para seres de carne y hueso. Sin mayores ambiciones ni posesiones y dejando en mis hijos la lección de que uno siempre debe luchar por lo que sueña y mantenerse fiel a su esencia, a lo que es y a lo que podría ser si se esforzara por ser mejor.
“Felipe sabía vivir solo y eso es un don”, dijo la hermana del conductor. Yo también sabía, pero se me olvidó.
Pensé que es necesario comenzar ahora. Dejar de renegar por nimiedades. Dejar de esperar lo que nunca me será dado. Renunciar a exigir que cambie lo que no puede cambiar. Construir recuerdos felices para mis hijos y hacer lo que quiero, como quiero y libre.
Y me he dado cuenta de que no tengo por qué aguantar desplantes, que me merezco un trato mejor. Soy más importante que un trabajo. Mis hijos son más importantes que un trabajo.
Nací para sonreír cada mañana, al despertar, para disfrutar un buen baño, una buena película, una buena lectura.  Para viajar de vez en cuando y  oler la hierba. Para sentirme bien cuando pose para los autorretratos que mostrarán mis facetas felices el día de mi entierro.
Así que decidí cambiar de cuarto, limpiar mi casa, poner inciensos, llamar a mis amigos. Evitar preguntar para no recibir las respuestas torpes que tanto me lastiman. Alejarme sin voltear, con calma y con paciencia. Aceptar que toqué fondo y que nada de lo que haga cambiará lo que actualmente hay.
Y tras esa reflexión, desapareció la desconfianza y la rabia, dejé de asombrarme. Hasta me reconcilié conmigo y con mi música, me di cuenta de que para mí ya no queda nada y que llegó el momento de dar, dar a mis hijos, a mi madre, a mis amigos, a los demás.
Porque en realidad, lo importante no es saber cómo quieres morir, sino cómo quieres vivir. 
Y ahora vuelvo a editar, que me esperan cinco páginas haciendo cola.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola Daniela, me encanto tu blog, tu forma de decir, tu animo, tu entereza. ¿Me puedo quedar?
Soy cubano y vivo en chile, tambien escribo.
un abrazo
Gino.

Daniela Otero dijo...

Gino: qué alegría que alguien visite todavía este rincón abandonado en el que se ha convertido mi blog. Por su puesto que puedes quedarte, tertuliaremos seguido.