En octubre de 2003 mis hijos me habían contagiado varicela. Sí, después de los 30, esta señora estaba toda pintada de morado, por la tintura de valeriana que le pusieron para evitar el escozor de las ampollas. Y así vi pasar la insurrección nacional. Cubierta con un pasamontañas, con las ojeras pintadas de negro para filtrar la luz, adolorida y con heridas hasta en la planta de los pies, me encontré de pronto marchando despacito de piquete en piquete para dar fuerza a los huelguistas.
Me vi en la esquina Ecuador y Rosendo Gutiérrez, llorando como una niña al ver las columnas de juntas vecinales bajando por todas las calles desde El Alto exigiendo a Goni que se fuera y me encontré en la Plaza San Francisco, festejando la renuncia del peor presidente de Bolivia.
No pude, sin embargo, compartir la lucha de mi pueblo. Mis hijos y yo teníamos una precaria batalla familiar contra el infame virus. Políticamente, dudaba de la fortaleza de las organizaciones sociales y me preguntaba si no íbamos a terminar rifando todo como siempre.
Trabajaba entonces en un lugar que no estaba de acuerdo con nada. En una institución en la que se creía que los indígenas no tenían por qué intentar decidir sobre los destinos de este país. En una organización, en fin, que se había convertido en algo totalmente extraño a mi y a mis intereses.
Antes de dar el salto, sufrí mucho, durante varias semanas. Me cuestionaba personalmente. Utilizando la metáfora de un amigo, sentía que el micro estaba llegando a una parada crucial y yo estaba abajo, no era parte de los pasajeros. Estaba aislada de mis principios y de mis convicciones y me preguntaba en qué momento había bajado la guardia de tal modo que me había convertido en una extraña en el espejo. Cuándo había dejado que la rutina me ganara la batalla, cuando había permitido que la comodidad me convirtiera en otra persona.
Entonces me juré que nunca más dejaría que me pasara esto de nuevo. Que nunca más me expondría a esa sensación de mirar la historia desde la ventana.
Ignorando en lo posible el dolor de las ampollas en medio de mis dedos, intenté escribir algo y mandarlo a los medios. Llamé a varias radios internacionales para informar sobre lo que sucedía en Bolivia. Hablaba con mis colegas, dándoles mi aliento. Obligaba al Escudero a llegar un poco más temprano para poder ir a las marchas nocturnas, turnándonos con él día por medio. Llorábamos los dos, con la impotencia.
Hoy, casi cinco años después de este episodio, la historia volvió a tocar las puertas de mi vida y me exigió enrolarme, con urgencia. Me conminó a recordar mis propias promesas y aunque desde donde estaba también contribuía, me mostró que en otros lugares era más necesaria.
Y cuando mi conciencia se pone beligerante, creánme, no hay quien la aguante. En estas sus cruzadas hace tiempo he perdido y no me queda más que agarrar la espada y salir al frente.
Eso es exactamente lo que hice y no me arrepiento. Cuesta volver a empezar y acostumbrarse, pero también es lindo el desafío. Hoy estoy donde me convocaron. Volví a saltar, sin mirar abajo. Y lo hice con toda mi familia.
Si me va bien o mal, sólo el tiempo lo dirá. Sólo resta confiar.
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martes, 18 de marzo de 2008
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1 comentario:
1)A mí me dio varicela en Noviembre e 2003. Los chicos estaban vacunados y no les pasó nada. Imaginate el despelote ese a 34 grados y en pleno traslado de casa. Una pesadilla.
2) Necesitamos un café urgente (la próxima semana) para charlar de saltos y ramas anexas.
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