Mi mamá es la penúltima de cinco hermanos. Se casó cuando apenas tenía 17 años y, un año después, yo llegaba a su vida, para mantenernos juntas el resto de nuestros días.
Durante la dictadura de Hugo Banzer, mi padre fue exiliado y murió en Venezuela el año 1974. Habiéndose casado tan joven, es lógico que al fallecer mi padre la dejara prácticamente sin nada.
Por esa razón, antes de cumplir 21 años, mi madre se encontró viuda y obligada a buscar trabajo. Obtuvo un puesto de maestra en una mina de La Paz, Coro Coro.
Yo fui a vivir un tiempo con mis abuelos, mientras ella se ambientaba a la mina de cobre. Al cumplir mis ocho años, me informó que me iba a vivir con ella, cosa que yo, en mi niñez, lamenté profundamente.
Odiaba Coro Coro y esperaba con ansias los días sábado para llegar otra vez a La Paz. No me gustaba el pueblo, sus calles, su calvario. Me aburría y sentía que nada tenía que hacer allí.
Me molestaba también ser la hija de la profesora y, por lo tanto, la guaripolera en todos los desfiles cívicos. No me gustaba la presión de tener que ser buena alumna. El estandarte me quedaba grande.
Sólo una cosa me sorprendía profundamente. Cada fin de mes, sin falta, veía a los mineros botados en las calles. “Están verdes de tanto tomar”, pensaba yo y no entendía por qué lo hacían. Hombres de todos los tamaños y colores, compartiendo una esquina cualquiera en la más absoluta inconciencia.
Cuando me tocaba cursar el primero intermedio, mi mamá decidió que era tiempo de volver a La Paz y Coro Coro quedó borrado de mi vida. Nunca más volví y su recuerdo es una calle empinada, montañas tristes y lejanas, alguno que otro compañero y nada más.
Después milité en el trotskismo y los mineros dejaron de asociarse en mi cabeza con la embriaguez. Los entendí y admiré. Los quise. Los comprendí como a la vanguardia revolucionaria, como los portadores de la liberación nacional, como aquel grupo humano que no tiene nada que perder, que no defiende nada de este sistema.
Mi comprensión, sin embargo, siempre fue urbana y, por lo tanto, no era más que una declaración. La vida me mostró otras cosas, otras experiencias.
Entendí a los indígenas, compartí con los campesinos. La pobreza del país laceró mis sentidos y los años pasaron aprendiendo, conociendo, viviendo, creciendo.
Hasta la pasada semana, en que entré al ingenio de Huanuni y miré, por primera vez, todo lo que implica esa terrible actividad.
“Hay que ser un poco loco para ser minero”, nos dijo nuestro guía y cuánta razón tenía. La mina no es otra cosa que una larga caverna en medio de la montaña. Todavía está prohibido, por lo menos en Huanuni, el ingreso de mujeres. Quizá sólo el ingreso de mujeres extrañas y quizá, también, porque la brutalidad de este trabajo es inadmisible para cualquier ser humano.
En su interior, los hombres pelean, cuerpo a cuerpo, con unas rocas húmedas y agresivas, por eso es tan importante la seguridad.
Cinco mil personas, de las cuales al menos dos mil ingresan a interior mina, tienen bajo sus espaldas, bajo sus pulmones, la responsabilidad de extraer la riqueza de Posokoni.
En una empresa establecida, como Huanuni, las condiciones son cien veces mejores que en las cooperativas, pero aún así la lucha diaria es atrozmente dura. Taladros, perforadoras y explosivos, eso es todo. Toneladas y toneladas de piedra salen de la mina en unos pequeños carritos que circulan en andenes. El mineral se separa luego con agua, un agua que es escasa en Huanuni.
Es un trayecto como de diez pisos en un edificio, cada piso con un procesamiento diferente del mineral. Molinos enormes, como puentes, se imponen entre uno y otro piso del ingenio. Cernidoras monumentales, operadas por gran cantidad de electricidad, separan la tierra del estaño. Después, un hilito plomizo, delgado, apenas perceptible entre el agua se constituye en todo el fruto del esfuerzo.
Ahí está. Lo miran los mineros, orgullosos de su obra. Lo mira el país, sorprendido por lo que todavía puede hacerse en Huanuni.
Setecientas toneladas de mineral salen de allí. Setecientas toneladas que ahora son nuestras y que benefician no sólo a los trabajadores, sino sobre todo al Estado boliviano, ese mismo Estado que, el año 2000 entregó, bajo la tutela de Gonzalo Sánchez de Lozada, nuestra mina a la transnacional Allied Deals, que poco después fue cerrada por quiebra fraudulenta. Ese mismo Estado que, en octubre de 2006, miró de la palestra cómo se enfrentaron cooperativistas y mineros asalariados. Ese mismo Estado que, aún hoy, se encuentra ausente en Huanuni.
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