Como nunca sucede, me llamaron de Aerosur para decirme que, como estaba en lista de espera, podía confirmar mi retorno de Santa Cruz a La Paz por la noche del martes siete de agosto.
Desesperada por volver a ver a mis hijos, agarré como pude las maletas y corrí a Viru Viru.
Me dieron el pase a bordo y entonces corrí, corrí, corrí por la manga hasta la puerta del avión. Pero allí me detuvo la supervisora de azafatas para decirme que no, no podía abordar, pero que no me preocupara porque en cinco minutos más salía otro avión también directo rumbo a La Paz y que iba a irme en esa nave.
Con la garantía de la azafata, volví a la sala de abordaje. Efectivamente, a los cinco minutos, abordé otro avión, repleto de pasajeros, muchos de ellos jóvenes extranjeros, de no más de veinte años, que aparentemente venían en delegación.
Partimos puntualmente a las 20:45. Habrían pasado unos siete minutos desde el despegue, cuando escuchamos una explosión y un ruido sordo se instaló en el avión, que empezó a perder altura. Tenemos un percance técnico y debemos volver a Santa Cruz, dijo el capitán por el altavoz. Entonces caí en cuenta de que era grave. Estaba al medio de dos extranjeras. Una de ellas intentó pararse, vino una pálida azafata y la obligó a sentarse nuevamente. Yo miraba a ambos lados de la ventanilla y en la oscuridad de la noche no se veía nada. No sabía si estábamos sobre una montaña, sobre un río o sobre una comunidad. Pensé en pararme y coger mi celular, para decirles a mis hijos y a mi madre que los amo, pero era imposible.
Divisamos entonces las luces de la ciudad. Volando cada vez más bajo, dimos como tres vueltas a la ciudad, con las luces cada vez más cerca. En esos breves instantes de locura, cuando la muerte te susurra al oído que ella siempre estuvo allí, sólo que tú nunca te diste cuenta, estamos más abajo, pensaba yo, será más fácil saltar. Cuando la razón volvía a mi cerebro, me reía de mis propios pensamientos.
Finalmente aterrizamos y todos aplaudimos. En el aeropuerto estaban los bomberos. Volvimos a la sala de preembarque y allí increpamos al piloto. ¿Qué pasó? Le preguntamos. Estalló un motorcito, pero no se preocupen, los aviones tienen tres, nos dijo.
Desesperada por volver a ver a mis hijos, agarré como pude las maletas y corrí a Viru Viru.
Me dieron el pase a bordo y entonces corrí, corrí, corrí por la manga hasta la puerta del avión. Pero allí me detuvo la supervisora de azafatas para decirme que no, no podía abordar, pero que no me preocupara porque en cinco minutos más salía otro avión también directo rumbo a La Paz y que iba a irme en esa nave.
Con la garantía de la azafata, volví a la sala de abordaje. Efectivamente, a los cinco minutos, abordé otro avión, repleto de pasajeros, muchos de ellos jóvenes extranjeros, de no más de veinte años, que aparentemente venían en delegación.
Partimos puntualmente a las 20:45. Habrían pasado unos siete minutos desde el despegue, cuando escuchamos una explosión y un ruido sordo se instaló en el avión, que empezó a perder altura. Tenemos un percance técnico y debemos volver a Santa Cruz, dijo el capitán por el altavoz. Entonces caí en cuenta de que era grave. Estaba al medio de dos extranjeras. Una de ellas intentó pararse, vino una pálida azafata y la obligó a sentarse nuevamente. Yo miraba a ambos lados de la ventanilla y en la oscuridad de la noche no se veía nada. No sabía si estábamos sobre una montaña, sobre un río o sobre una comunidad. Pensé en pararme y coger mi celular, para decirles a mis hijos y a mi madre que los amo, pero era imposible.
Divisamos entonces las luces de la ciudad. Volando cada vez más bajo, dimos como tres vueltas a la ciudad, con las luces cada vez más cerca. En esos breves instantes de locura, cuando la muerte te susurra al oído que ella siempre estuvo allí, sólo que tú nunca te diste cuenta, estamos más abajo, pensaba yo, será más fácil saltar. Cuando la razón volvía a mi cerebro, me reía de mis propios pensamientos.
Finalmente aterrizamos y todos aplaudimos. En el aeropuerto estaban los bomberos. Volvimos a la sala de preembarque y allí increpamos al piloto. ¿Qué pasó? Le preguntamos. Estalló un motorcito, pero no se preocupen, los aviones tienen tres, nos dijo.
Los extranjeros no querían volver a abordar el avión. Algunos de nosotros tampoco. Comenzó a dolerme la cabeza y no pude más. Llamé a mi jefe y le conté, para desahogarme, todo lo que había pasado. Escuché entonces una frase extraña pero sabia, que logró tranquilizarme: No te preocupes, Daniela, ese día, el que sabemos, ya está marcado en el calendario y no es hoy.
Menos mal, porque todavía tengo mucho por hacer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario