Cada vez que llueve una sensación de tibieza infinita invade mi alma. Es como si me visitaran todas mis lluvias juntas. Aquellas de cuando era niña, de vacaciones en Cochabamba y que escuchaba en absoluto silencio, acostada en el sillón verde de mi casa, esperando estremecerme con algún trueno.
Las del Chapare, que me asustaban cada vez que un rayo parecía recorrer los pueblos unos metros hacia el vientre del monte.
Las de Santa Cruz, pobrecitas despreciadas, porque inundaban la ciudad hasta hacerla intransitable y significaban un problema. Con los dos enanos chiquitos, las gotas de agua eran presagio de un día difícil, pues seguro la empleada no podría llegar.
Aquella entrañable de Villa Tunari, que yo recibí con los brazos abiertos dejando que empapara mi ropa.
Las que me hicieron agradecer a la vida el deleite de escuchar cómo caían al golpear con la tierra, sensación que había olvidado de tanto vivir en departamentos.
Las que me acompañaron purificándome de la rabia y el dolor el año pasado.
Y estas últimas, que miro con serenidad, como arrebatándole a mis días un momento de sosiego, una bocanada de aire puro, un inexplicable alivio al dolor que tengo en los huesos y mucha paz de origen desconocido.
martes, 29 de septiembre de 2009
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