Chalito metió a su figurita de la lápida sorpresa en una bolsa de botellas de singani. Cuando nos dimos cuenta, él y su hermana estaban a punto de cortar la bolsa, cosa que evitamos a los gritos su papá y yo. Nos miró con cara de desesperación, pero vio que no cederíamos. Entonces dejó la tijera a un lado y se fue rezongando a su cuarto. Su papá le dijo que él sacaría el juguete, cuando tuviera tiempo. Otra vez ojos angustiados, esta vez con algo de bronca. “Yo voy a sacar mi serpiente”, nos amenazó y ni corto ni perezoso apareció con una lanita blanca, que empezó a meter a la bolsa. ¿Me lo como a besos? Pensé. No, mejor se lo saco yo. Rescatamos la serpiente.
El domingo, Nata y Chalo van con la familia a almorzar. Los dos con sus juguetitos de la lápida sorpresa. Chalo lo mete al florero. Lo sacamos. Lo mete después al panero. Lo sacamos. “Lo vas a perder”, le advertimos. La última vez que lo vimos, el juguete estaba en el borde de su plato. El mesero levanta todo en la mesa, incluido el plato y, por supuesto, el juguete. Chalo llora. Entra a la cocina, cientos de platos. El juguete se ha perdido. Chalo sigue llorando. No hay nada que hacer. “Ustedes deben estar agarrando mi juguete”, nos acusa. “No”, le respondemos. Vuelve a llorar. El juguete no existe más. Chalo llora desconsolado. El corazón de su mamá se abate en la duda: ¿Le enseñamos la lección o solucionamos todo comprándole otra lápida sorpresa? ¿Qué harían ustedes?
lunes, 29 de octubre de 2007
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