Dicen que Dios cría a los escorpiones y ellos, solitos, se juntan. Y debe ser verdad, porque muchos de mis amigos son escorpiones como yo. Lo son también, mi compañero y mi hija. Y el mejor amigo de mi compañero y mi mejor amiga. Y aunque somos el signo más temido del zodiaco y yo no creo un ápice en las predicciones astrológicas ni en los horóscopos, sí sé que cuando alguien me dice que es Escorpión, mi corazón da un vuelquito.
Y que cuando era soltera, mi cumpleaños era un acontecimiento. Mis compañeros de la Universidad me acostumbraron a festejar “la víspera”. Aparecían varios en mi casa sin avisarme, y comenzaba la celebración. A veces yo ni siquiera estaba, pero la fiesta se realizaba igual.
Una vez, incluso, había tanta gente en mi casa, que al día siguiente parecía que habíamos sobrevivido a un terremoto. El tanque del baño roto. El piso hecho añicos. ¡Hasta huellas de zapatos en el techo había! Y como nada daba abasto a esa marabunta, aparecían cajas y cajas de cerveza que mis “invitados” se compraban, para aprovechar la música y el local, o sea mi casa.
La cosa cambió un poco cuando conocí a mi compañero. Ese cumpleaños fue el único en mi vida en el que me iban a dar una serenata, pero justo a la misma hora se me ocurrió limpiar el balcón y arruiné la sorpresa. No hubo serenata, pero sí hubo guitarreada.
Y bueno, hace ya una década de eso. Desde entonces, nunca más festejé mi cumpleaños en el día y se institucionalizó la “víspera”, que es el día que cae al medio del cumpleaños de mi compañero y del mío.
El más triste/feliz de mis cumpleaños, sin embargo, fue el del año pasado. Los amigos aparecieron el sábado porque yo debía partir hacia la marcha indígena. Y me pasé la víspera viajando, para llegar, en la madrugada del día en que nací, a Chimoré. De ahí, debía llegar a Ivirgarzama, pero paré a desayunar. En el snack en el que estaba había un televisor y, como no podía ser de otra manera, estaba anclado en Unitel.
De pronto la frase retumbó en mi cabeza: “Embistieron a la Marcha Indígena”, decía el titular. Un conductor, aparentemente dormido al volante, se había llevado encima a once marchistas. Uno murió en el acto. Otra estaba al borde de la muerte. Salí corriendo, sin pensar. Abordé la primera flota que pude y llegué a Ivirgarzama. Allí encontré un compañero Ayoreo, “venga, venga, doctora”, me dijo y corrimos al hospital. Allí encontré a los heridos y lloré con ellos. Y no dejamos de llorar hasta que llegó la columna central. Y seguimos llorando, cuando trajeron al conductor. Y se hizo de noche, y volvimos a llorar, cuando la segunda compañera dejó de resistir. Y después también, durante todo el velorio.
Había pasado mi cumpleaños. Después de dormir unas cuantas horas, me desperté sintiendo todavía el dolor, un dolor que se despejó de a poco, cuando me vi entre ellos. Caí en cuenta entonces, de que la vida me había dado el mejor regalo. Me dio la oportunidad de pasar mi cumpleaños compartiendo el sufrimiento de los seres a quienes me debo y eso, para mí, no tiene precio.
miércoles, 24 de octubre de 2007
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