Enfrenté el fin de semana con el convencimiento de que todo iría bien. De que descansaría lo suficiente para empezar el lunes con energía. El sábado hice honores a una huésped que tenía en mi casa. Me levanté temprano para hacer el desayuno y, a eso de las tres de la tarde vino el primer anuncio: Un dolor profundo se instaló en mí.
Voy a la farmacia a que me pongan un Quetorol, digo. No vaya con los chicos, me responde. Y yo que pensaba que se pararía para acompañarme.
A la media hora estaba aliviada. Tengo que volver, me dice. Lo que usted no hace, lo tenemos que hacer los demás, reprocha. ¿¿?? Globito de diálogo en mi cabeza.
Vuelve, vamos a la Terminal. Llegamos a la casa. Duerme. A la hora despierta. Vamos a comprar mi celular, exige. No voy a ninguna parte, digo.
El domingo, otra vez temprano, a comprar llauchas calientes para el café de mis dos chiquititos. Malhumorada por el dolor, pero todavía optimista. Debo trabajar, suelta. Lavo la ropa de mis hijos, pobrecita percudida de tanta lavadora. Espero y espero a que me diga qué íbamos a almorzar y nada. El dolor arremete otra vez. A las cuatro de la tarde llamo y me cuelga el teléfono. A las cinco, vuelve. ¿Qué es el almuerzo? Pregunta. Mis hijos y yo nos miramos. Prefiero no responder. Como en mis atributos no está la dependencia, soluciono el problema. Cojo a mis hijos y les digo que vamos los tres a tomar helados. Antes de salir, los llama. Coman, les ordena. Pollo y lechón en la mesa.
Mis hijos y yo salimos. Volvemos a las ocho con dos puntabolas de Halloween y el dolor vuelve a punzarme.
Pongo una jarra de te de tilo en mi mesa de noche y la tomo en vez de la Coca Cola de siempre. A esta altura ya sabía que había infección de por medio, así que me automedico amoxicilina. La fiebre baja, pero no el dolor. El tilo hace efecto. “Un nuevo hábito que incluir”, pienso. Duermo. Despierto a las tres de la mañana. La cita con el doctor es recién a las diez del lunes. Faltan siete horas, vuelvo a dormir. Una hora después, otra vez despierta. Tilo de nuevo. Seis de la mañana, mejor me levanto. Aprovecho y cocino para mis hijos. Así le doy tiempo a Hilda para planchar. El dolor vuelve. Las diez, el médico, la fiebre, la mala noticia. Nueva cirugía en el horizonte.
Lloro. Mi mamá llama de Cochabamba preocupada. Llego a la oficina. Lloro otra vez. Trabajo. Es la una menos cuarto. Voy a almorzar. Estoy sentada en la mesa. Miro alrededor. Ni un cómo estás. Ni siquiera ¿estás mejor?
Sonrío.
Mejor me quedo en mi galaxia.
Foto de www.geocities.com
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