Un colega mío, que cantaba boleros de rato en rato y me alegraba la vida en la exigente rutina periodística, tenía cuatro hijos. Los dos menores eran gemelos.
Cuando los gemelos aparecían todo se alborotaba. Se enfrascaban en terribles luchas de cachascán en absoluto silencio, hasta que rompían algo.
La máquina del fax empezaba a chillar y ellos salían corriendo pálidos de la oficina.
Escuchábamos un estruendo y resultaba que los gemelos habían dado fin a la vida útil de algún equipo del trabajo.
Cuando los gemelos aparecían todo se alborotaba. Se enfrascaban en terribles luchas de cachascán en absoluto silencio, hasta que rompían algo.
La máquina del fax empezaba a chillar y ellos salían corriendo pálidos de la oficina.
Escuchábamos un estruendo y resultaba que los gemelos habían dado fin a la vida útil de algún equipo del trabajo.
El papá siempre contaba que cuando estaban en kinder, la profesora los había seleccionado por ser idénticos y eran los primeros de cada una de las filas que iban a entrar al escenario cantando “saltan, saltan, los conejitos”. El día de la hora cívica, la maestra gritó a los papás: señores, dónde están los conejitos! Y entonces comenzó la frenética búsqueda, hasta que los encontraron y los pusieron a liderar las filas de conejitos.
“Mi mujer lloraba desconsoladamente, pero no de emoción por ver a sus hijos disfrazados de conejitos, sino porque se había esforzado tanto en llevarlos lindos y vestiditos de blanco pero, a la hora de la presentación, parecían dos trapos sucios de tierra. Yo no sabía si subir al escenario y sacar a los conejitos de las orejas o escapar inmediatamente del teatro”, nos contaba mi colega.
Desde que escuchamos esa anécdota, los mellizos –que ya tendrían unos siete años en esa época- se convirtieron en nuestros conejitos.
“Mi mujer lloraba desconsoladamente, pero no de emoción por ver a sus hijos disfrazados de conejitos, sino porque se había esforzado tanto en llevarlos lindos y vestiditos de blanco pero, a la hora de la presentación, parecían dos trapos sucios de tierra. Yo no sabía si subir al escenario y sacar a los conejitos de las orejas o escapar inmediatamente del teatro”, nos contaba mi colega.
Desde que escuchamos esa anécdota, los mellizos –que ya tendrían unos siete años en esa época- se convirtieron en nuestros conejitos.
Estábamos acostumbrados a sus travesuras, hasta que un día vimos a don Augusto Céspedes, el patriarca de nuestra literatura, entrar a la sala de redacción, tambaleándose, para dejarnos su columna. Del otro lado, los mellizos venían como dos remolinos. “Lo van a tumbar al Chueco. Lo van a tumbar al Chueco”, decía su papá, transpirando. Pero por suerte para todos, los mellizos se pararon a unos diez centímetros de don Augusto. “¿Cuál Chueco?”, preguntaron. “Yo”, respondió don Augusto.
Anoche, en mi visita a la Feria del Libro, rendí mi personal homenaje a mis tres ídolos, el escritor y los dos enanos de siete años, comprando tres libros de Don Augusto Céspedes.
Anoche, en mi visita a la Feria del Libro, rendí mi personal homenaje a mis tres ídolos, el escritor y los dos enanos de siete años, comprando tres libros de Don Augusto Céspedes.
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