
Cuando los gemelos aparecían todo se alborotaba. Se enfrascaban en terribles luchas de cachascán en absoluto silencio, hasta que rompían algo.
La máquina del fax empezaba a chillar y ellos salían corriendo pálidos de la oficina.
Escuchábamos un estruendo y resultaba que los gemelos habían dado fin a la vida útil de algún equipo del trabajo.

“Mi mujer lloraba desconsoladamente, pero no de emoción por ver a sus hijos disfrazados de conejitos, sino porque se había esforzado tanto en llevarlos lindos y vestiditos de blanco pero, a la hora de la presentación, parecían dos trapos sucios de tierra. Yo no sabía si subir al escenario y sacar a los conejitos de las orejas o escapar inmediatamente del teatro”, nos contaba mi colega.
Desde que escuchamos esa anécdota, los mellizos –que ya tendrían unos siete años en esa época- se convirtieron en nuestros conejitos.

Estábamos acostumbrados a sus travesuras, hasta que un día vimos a don Augusto Céspedes, el patriarca de nuestra literatura, entrar a la sala de redacción, tambaleándose, para dejarnos su columna. Del otro lado, los mellizos venían como dos remolinos. “Lo van a tumbar al Chueco. Lo van a tumbar al Chueco”, decía su papá, transpirando. Pero por suerte para todos, los mellizos se pararon a unos diez centímetros de don Augusto. “¿Cuál Chueco?”, preguntaron. “Yo”, respondió don Augusto.
Anoche, en mi visita a la Feria del Libro, rendí mi personal homenaje a mis tres ídolos, el escritor y los dos enanos de siete años, comprando tres libros de Don Augusto Céspedes.
Anoche, en mi visita a la Feria del Libro, rendí mi personal homenaje a mis tres ídolos, el escritor y los dos enanos de siete años, comprando tres libros de Don Augusto Céspedes.
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