Cuando ingresaba a la adolescencia, allá por 1979, tuve un ejemplo muy marcado de cómo quería ser cuando fuera grande. Ella era una oficinista exitosa, dueña de un perro chapi blanco y negro que se llamaba Spock y que bailaba conmigo una canción que decía Scooby be doo, be doo. Como era secretaria de uno de los gerentes de SAMAPA, me llevaba a su oficina donde yo me revolcaba dando tumbos en el pasto y husmeaba en su escritorio encontrando siempre cosas muy interesantes, especialmente chocolates Mackintosh, de los que me hice adicta desde entonces.
Recién llegada de Corocoro, para mí entrar a su cuarto era una aventura. Allí encontré la Naranja Mecánica, el primer libro que me devoré en dos días a mis once años. Y Diderot y otros varios libros que hablaban sobre las Profecías de Nostradamus y OVNIS. Entre mis Barbies, sus carteras y sus largas e impecables uñas, me encontré con la mujer que me gustaría ser.
Era la hermana mayor de mi mamá, pero casi nada, excepto sus grandes ojos verdes, tenían en común. A mi mamá le gustan las cosas chiquititas, ellas las prefería grandes y glamorosas. A mi mamá no le gusta leer, en cambio ella tenía colecciones enteras de revistas, de las que yo prácticamente amamanté el estilo con el que ahora escribo. Mi mamá nunca fue una mujer coqueta, prácticamente no se cuida. En cambio ella siempre estaba a punto y se levantaba a las seis de la mañana, para vestirse, peinarse y alborotarse antes de ir a trabajar.
Los siguientes años encontré en ella a mi confidente. Compró un teléfono con el que hablaba durante horas con sus galanes y cuyo auricular compartía conmigo, dictándome en la oreja dile lo voy a pensar al primer chico que tuve.
Disfrutándolo tanto como yo, reemplazó el feo saco amarillo con motas pintadas con marcador por uno de piel de leopardo y me fletó una peluca rubia para que hiciera la fonomímima de Rod Stewart, en su Do you think I'm sexy, con el que gané el concurso de inglés de mi colegio. Ibamos juntas a los mercados, cada fin de semana, a mirar qué había de nuevo. A ella le debo mi obsesión por los bolígrafos, los materiales de escritorio y las libretitas. Con ella desperté a la música, junto a los Bee Gees, John Travolta, Boney M y toda la música disco.
Pero un día una sombra se cirnió sobre mi casa. Unas extrañas lesiones aparecieron primero en su cuero cabelludo y luego se extendieron por todo su cuerpo. Justo en el momento en que ella creía que había encontrado la felicidad, pues estaba esperando un hijo. Los médicos dijeron que su organismo rechazó el embarazo, una explicación que hasta ahora me parece absurda por su crueldad. Vi a aquel niño cuando ella estaba en el hospital. Lo enterraron con el trajecito de una de mis muñecas. Y a medida que pasaba el tiempo la situación empeoraba. Dejó de trabajar y tuvo que irse a vivir a Cochabamba, donde nos encontrábamos cada vacación para ponernos al día.
A mis quince años me propuso que me fuera a vivir con ella y con mi abuela y yo acepté. Me inscribieron al colegio Loyola de Cochabamba, para que saliera bachiller de allí. Pero a último momento yo me arrepentí y me volví a La Paz con mi mamá. En mayo de ese mismo año, mi tía Ana murió. Tampoco pude despedirme de ella. El destino me había ganado nuevamente y desde entonces comencé a pensar seriamente en que mi sino es carecer siempre del amor que en mi vida reemplaza al de mi padre y que la muerte, la indeseable, estará siempre allí. The winner takes it all, no? y se llevó a mi Dancing Queen. Hace unas semanas, me la devolvió un ratito, cuando miré esta película:
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2 comentarios:
Me encantó este post. Yo también tenía una tía Dancing Queen, y gracias a ella la música de principios de los '80 me transporta a mi niñez/pre-adolescencia.
Que pena que las personas inolvidables tengan que morir.
Un abrazo, como siempre.
Yo te dije. Hemos debido ser hermanitas en una vida anterior. Lo dilucidaremos pronto, en Carnaval con vino de por medio y toooda la música disco, qué dices?
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