No seas cobarde Murphy, ven y vamos afuera

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Salí tarde de la oficina rumbo a la Plaza Murillo, pero fui interceptada en El Prado. Me conmovieron sus carteles de Señor Ministro: Devuélvannos el capital de TODA nuestra vida, pero mi blandengue corazón no pudo contra el razonamiento de que, otra vez, iba a llegar tarde a almorzar con mis hijos. A la tardanza en el trayecto de ida, se sumó el de vuelta. Además de que tuve que adivinar por dónde cuernos estaría yendo el micro que me llevaría a mi casa y no le achunté a la primera, sino a la segunda, en el lado opuesto, el bus llegó hasta la calle Colón y de ahí torció a la derecha. O sea, en dirección contraria a donde se suponía que íbamos. Todos los pasajeros nos miramos sorprendidos. No sea animal, pues, ¿no ve que estamos apurados?, gritó un viejito, al borde de la exasperación o de un paro respiratorio, por lo morado que se puso. Miré al chofer y me percaté de que era guapo y joven. Me miró y me sonrió y yo me puse igual de colorada que el viejito, aunque por razones diferentes. Cálmese señor, no vé usted que no hay paso? o estamos ciegos los dos, dijo el chofer. Yo me hundí en mi libro. Llegué a las dos menos cuarto a mi casa. Ya mis hijos habían almorzado. Comí a la rápida, suplicándoles a los enanos que me acompañen un ratito. Después salí apurada. Tomé el mismo micro, esta vez el chofer era gordo y feo. Y allí estaban, otra vez, en las puertas del Palacio de Comunicaciones. El micro tuvo que ir por la Loayza, pero ...a que no saben... el micro SE PLANTÓ!!! Llegué a las tres y media de la tarde a marcar mi tarjeta y al hacerlo me puse morada y esta vez sí, por las mismas razones que el viejito.