Aquel pequeño afiche pegado en un pilar de una céntrica esquina de la ciudad no tenía mayores pretensiones. Era más bien modesto, impreso quién sabe con cuántas limitaciones. Sus letras no diferían mucho de las del resto de los anuncios de "Cursos de contabilidad"; "Haga su propia ONG" o "Aprenda a hacer embutidos en apenas dos días", con los que una termina de asesinar el tiempo muerto de las esperas.
"¡El Papirri! Si los chicos estuvieran aquí, seguro que vamos", pensé, recordando las caritas felices de mis hijos cada vez que dicen "bien burro es este perro", refiriéndose a Kiko, el único can que se tropieza cada vez que sube las gradas.
Tenía la esperanza de que me pagaran el Aguinaldo, para poder enviarles algún panetón, galletitas, Mashmellows y chocolates y así endulzar un poco el estado de emergencia que nos obligó a enviarlos a la Llajta por si acaso volvieran los nuevos dueños de mis enseres electrodomésticos.
Al final de la tarde pregunté a Vania, amiga con la que comparto la ansiedad de alimentar nuestra alma de vez en cuando, si iba a ir al concierto. "Si me pagan vamos y si no, nos guardamos las ganas para mañana", le dije y emprend{i la retirada.
Pero la llamada para el pago nunca llegó. Comencé a andar por la Comercio, calle abarrotada de vendedores y ciudadanos dispuestos a dárselas, sólo por esta vez, de grandes compradores. Pero también de los otros, los que nos muestran la gran diferencia entre alguien que tiene trabajo y beneficios laborales y los miles que tienen que arreglarse como pueden.
"¡El Papirri! Si los chicos estuvieran aquí, seguro que vamos", pensé, recordando las caritas felices de mis hijos cada vez que dicen "bien burro es este perro", refiriéndose a Kiko, el único can que se tropieza cada vez que sube las gradas.
Tenía la esperanza de que me pagaran el Aguinaldo, para poder enviarles algún panetón, galletitas, Mashmellows y chocolates y así endulzar un poco el estado de emergencia que nos obligó a enviarlos a la Llajta por si acaso volvieran los nuevos dueños de mis enseres electrodomésticos.
Al final de la tarde pregunté a Vania, amiga con la que comparto la ansiedad de alimentar nuestra alma de vez en cuando, si iba a ir al concierto. "Si me pagan vamos y si no, nos guardamos las ganas para mañana", le dije y emprend{i la retirada.
Pero la llamada para el pago nunca llegó. Comencé a andar por la Comercio, calle abarrotada de vendedores y ciudadanos dispuestos a dárselas, sólo por esta vez, de grandes compradores. Pero también de los otros, los que nos muestran la gran diferencia entre alguien que tiene trabajo y beneficios laborales y los miles que tienen que arreglarse como pueden.
Miro la calle Comercio y es todo un espectáculo. A unos metros de mí, un grupo de niños indígenas cantan villancicos, acompañados de un pobre tambor, para recibir unas monedas.
Con el mismo objetivo, unos metros más allá, un joven baila villeras, contorsionándose, levantando los brazos, imitando a su ídolo, el cantante de Abraxas, y cantando
Qué triste es mi destino
no tuve suerte contigo
qué triste es mi destino
te amo y no estás conmigo
Y en medio del estruendo estereofónico distingo cerca una voz hermosa de mujer.
Hugo -mi amigo, mi compinche, mi tío- amaba el Jazz, tocaba el bajo y tenía una voz hermosa que sólo me mostró dos veces, una para cantarme "la vida es linda, muchacha, no llores" y la otra para desgarrarme el corazón, ya en el final de su vida, comunicándome con una cueca que hacía tiempo había decidido morir hecho pedazos por el alcohol.
"Puta, Hugo, apareces cuando menos te espero. Ojalá aparecieras en un verso del Papirri, por lo menos", le reprocho. Le doy unas monedas a la chica ciega que, a cambio, me repite la cueca y me trasporta, por unos instantes, hasta aquel recuerdo.
Y en medio del estruendo estereofónico distingo cerca una voz hermosa de mujer.
Hugo -mi amigo, mi compinche, mi tío- amaba el Jazz, tocaba el bajo y tenía una voz hermosa que sólo me mostró dos veces, una para cantarme "la vida es linda, muchacha, no llores" y la otra para desgarrarme el corazón, ya en el final de su vida, comunicándome con una cueca que hacía tiempo había decidido morir hecho pedazos por el alcohol.
"Puta, Hugo, apareces cuando menos te espero. Ojalá aparecieras en un verso del Papirri, por lo menos", le reprocho. Le doy unas monedas a la chica ciega que, a cambio, me repite la cueca y me trasporta, por unos instantes, hasta aquel recuerdo.
Minutos después, me sacude el vibrador del celular. "Tengo dos billetes de veinte y una moneda de cinco para mi trufi. Vamos al concierto, yo te invito", me dice la voz al otro lado del teléfono.
Es Vania. Tengo quince minutos para llegar. "Qué par de fiesta cuetillos", hubiera dicho mi abuela, al ponerse el abrigo para acompañarnos.
(La foto es de www.bolivia.com/noticias)
2 comentarios:
Fiesta cuetillos!!!! ese es la actitud!!!!!
Le habrán cascado bien, no? Ya lo haremos conmigo más por allá :)
Sonrisas!!!!
Saludos al Escudero :)
Ay mi querida Dani, la pasé espectacular en el Concierto. El rato de los afrobolivianos, hasta sospeché que en alguna de mis otras vidas viví en un kilombo (el de los negritos prófugos, no el de las chicas con cascos livianos). Lindo de verdad.
Al final te abandoné nomás (en buenas manos), y me fui en el minibús cotacotachasquipampa escuchando villeras.
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