Igual que el que me lo pasó, soy muy mala administradora. Y en el fondo creo que a eso, precisamente, le debo que me vaya bien en cuestiones financieras. Nunca tuve apego al dinero. Las cosas materiales prácticamente no me importan. Si un día decido pagar toda la cuenta de una reunión lo hago. Si otro quiero invitar en mi casa a diez amigos y costearles una comilona, también lo hago. Si una cosa se me queda en la cabeza no me la saca nadie, hasta que la consigo. Antes de recibir algunas lecciones de cómo se mira las canillas a la tonta Daniela, si mis familiares decidían venir, todos en tropa, desde Cochabamba o Santa Cruz a alojarse en mi casa sin poner un peso y de paso conocer la ciudad y todos sus restaurantes y boliches y no cargar con la cuenta, ahí estaba yo. Eso ha cambiado mucho ahora. A mis hijos les doy todo lo que puedo y lo que tengo. Estoy siempre atenta a lo que hablan. Una vez, mi hija me dijo que le habían gustado mucho unos borradores que llevó al curso una compañera de su colegio con la que no se lleva bien y me pidió que le comprara unos iguales. Yo la reprendí. Le dije que, en lugar de desear lo que los demás tienen, uno tiene que desear lo que uno quiere. Desde entonces vamos a la Huyustus de vez en cuando a comprarnos chucherías. A veces no tengo un mango en el bolsillo, pero aprendí que lo mejor es trabajar con esmero, con cariño y con pasión, así que en momentos de crisis pido una consultoría y siempre se me da. A veces tardan, como ahora, pero con tiempo al tiempo, las cosas se presentan. No soy de las que guardan. Como dice Sabina, casi nunca llego a fin de mes, pero nadie me quita lo bailao.
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